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VIDA LENTA: Navidad Sin Consumir

La Navidad, esa época que debería ser de reflexión, encuentro familiar y amor, se ha transformado en un maratón de compras compulsivas

Ariadna Fuentes. Fotos: Cortesía.
Ariadna Fuentes. Fotos: Cortesía.

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En la era del “todo ya”, donde la satisfacción instantánea reina como rey, las redes sociales se han convertido en un hervidero de ofertas tentadoras.

Los algoritmos nos conocen tan bien que convierten cada antojo pasajero en una compra casi inmediata. Y si hay un momento donde este consumismo se vuelve más evidente, es durante la temporada navideña.

La Navidad, esa época que debería ser de reflexión, encuentro familiar y amor, se ha transformado en un maratón de compras compulsivas. Los centros comerciales se llenan de luces y adornos que nos bombardean con un mensaje claro: comprar es la única manera de demostrar afecto. Las listas de regalos se convierten en verdaderas obras de ingeniería consumista, donde cada presente no es un acto de cariño, sino una competencia por quién gasta más o impresiona mejor.

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El consumismo va más allá de comprar más de lo que necesitamos. Es una cultura, un estilo de vida que se ha metido en nuestro ADN con el cuento de “úsalo y tíralo”. Lo vemos en los montones de ropa barata que se deshacen después de usarla dos veces, en los aparatos electrónicos que pasan de moda en un suspiro y en los productos que prometen facilitar la vida y luego olvidamos. Y en Navidad, este fenómeno se multiplica: juguetes que se rompen antes de comenzar el año, decoraciones que se descartan después de una semana, regalos que nunca serán usados.

Cada cosa que compramos deja una marca, y no sólo hablamos de la huella ecológica: también dejamos rastros en lo emocional, lo social y lo económico. Mientras las familias se endeudan por cumplir con la “magia navideña” de regalos perfectos, se olvidan del verdadero significado de la celebración: estar juntos, compartir, conectar.

¿Qué alimenta esta locura? Por un lado, está el cuento del progreso. Comprar se ha vuelto sinónimo de éxito, de estar “a la última”. La publicidad navideña nos bombardea con imágenes de familias perfectas rodeadas de regalos carísimos, como si la felicidad se pudiera comprar por metro cuadrado. Y aunque nos seduce la idea de “invertir en nosotros mismos”, casi nunca nos detenemos a pensar en cómo estamos invirtiendo realmente. Nos venden felicidad, pero ¿de verdad dura más que el papel de regalo?

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Por otro lado, el sistema económico le echa más leña al fuego. Las empresas se han vuelto expertas en crear productos que caducan rápido, un truco que llaman obsolescencia programada. Y mientras más compramos, más metidos estamos en un círculo que parece no tener salida. En Navidad, este círculo se convierte en un tornado de consumo: ofertas que generan ansiedad, descuentos que nos hacen comprar lo que no necesitamos, promociones que nos hacen sentir que perdemos algo si no compramos.

Hablar de consumismo es también hablar de desigualdad. No todos tienen acceso ilimitado a las cosas: mientras unos acumulan regalos bajo el árbol, otros ni siquiera tienen lo básico para una cena navideña. Y aunque el daño al planeta suele aparecer en los titulares —ecosistemas que se caen a pedazos, ríos contaminados, recursos desperdiciados—, el consumismo también le pega duro a nuestras relaciones. Nos distrae de lo importante, cambiando conexiones profundas por placeres de un momento.

El cambio empieza con preguntas simples. Antes de comprar, podemos preguntarnos: ¿De verdad lo necesito? ¿Qué va a pasar con esto el próximo año? En Navidad, podemos transformar nuestras tradiciones: en lugar de comprar, podemos crear recuerdos. Un regalo hecho a mano, una experiencia compartida, una tarde de juegos en familia valen más que cualquier cosa que podamos comprar en una tienda.

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No basta con pensarlo. Tenemos que cambiar de chip, valorar la calidad sobre la cantidad y apostar por reutilizar e intercambiar. Imagina una Navidad donde los regalos sean significativos, donde el valor no se mida por su precio, sino por el amor y la consideración detrás.

Tener un enfoque más consciente no significa renunciar a comprar, sino transformar ese impulso. Cada decisión, por chiquita que sea, es un voto por un futuro menos saturado, más sostenible y realmente nuestro. En Navidad, podemos ser el cambio: regalar menos, pero mejor. Compartir más, comprar menos. El consumismo no es un destino marcado. Es una decisión colectiva que podemos voltear, empezando hoy mismo, abriendo espacio para lo que realmente importa. Esta Navidad, que los regalos más valiosos sean el tiempo, la presencia y el amor.

Por: Ariadna Fuentes

@ariadnafuug

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Ariadna Fuentes

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