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Aire para pensar y dejar de pensar: Entre el capote y yo

En un toro, lo que más se busca y más se castiga es la bravura. Debe de ser fuerte y listo para morir

Paola Albarrán
Paola Albarrán. Foto: Cortesía

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Soy un toro, que buscando el arte de vivir, sólo encontré capotazos.

Sabiendo que para hacer una buena faena se tiene que entregar todo. Y todo es todo. Para poder pasar de animal a leyenda. Para que las historias sean las que trasciendan.

Y así es que sólo cuando das todo es cuando se siente la vida. El color, la fuerza, el recorrido, el movimiento. Recorrer el ruedo, una y otra vez. Por primera y última vez. Tanto en el ruedo, como en el amor. Se da todo; o no se llama ruedo, o no se llama amor.

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El picador fui yo sola conmigo misma. Desangrándome y debilitando por ti mientras está ese dolor en el puyazo. Demostrando casta, que sí te lleva a la vida en ese momento, pero indudablemente, es el principio del fin. De una muerte anunciada. Premeditada, estudiada, ensayada, entrenada, dolorosamente inevitable. Así fue enamorarme de ti.

Sintiendo en cada par de banderillas el dolor que me enganchaba a seguir buscando mi bravura, de demostrarte que podía, mientras tanto me moría. Ahora llevo puesto, tengo colores que no puedo ver, pero que me adornan. Etiquetas que no me pertenecen y ahora me definen.

Y entre más peleas, más te cansas. Entre más demuestras ser, más te desangras, menos fuerza tienes, menos eres tú y el indulto ha quedado olvidado. Siempre pensé que sería suficiente, pero no fue así. Para ti nadie lo es.

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La teoría dice que aquel puyazo con el que se inicia la faena es para que no se paralice el corazón. Ese mismo corazón que estará partido y sólo es cuestión de tiempo, que una espada lo atraviese por la mitad. Esa es la espada de tu indiferencia. Así puede llegar a doler el amor cuando es unilateral.

El amor que yo te tuve, fue mi estocada final.

Mi divisa fue mi casta, mi educación y mi prudencia. Mi silencio, mi condena.

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Son escasos minutos donde la vida y la muerte bailan con los pies en la arena. Sólo luchaba para poderte enamorar. A ver si lograba hacerte ver que estábamos hechos para sentir, para vivir. Ya lo de amar… no es siquiera una posibilidad.

La gente desde los burladeros jamás entiende nada. Hablan con un tinto entre sus manos. Con la nula idea de lo que es jugarse la vida por llegar a conectar. Por llegar a sentir, por llegar a vivir. Un tinto que anestesia la realidad.

Ese maldito capote. Fueron tus historias y tus mensajes. Así me citabas. Con seguridad, entre inocencia y bravura a ver quién ganaba más. Pero sólo ganó tu ego y tu seguridad. Tu arte de citar con la muleta que engaña, que engancha, que cita y que con mano larga logras enamorar, para después no matar, sino dejar morir.

Esa valentía disfrazada de traje de luces, no es más que una cobardía anunciada. Esa cobardía de no poder dar la cara cuando tus silencios destrozan y distorsionan la realidad.

Cómo quisiera hacer este arte eterno entre el capote y yo. Cuando la muerte se hace parte de la vida. Cuando mata y asfixia lo que no puede más.

Cómo quisiera que ese juego de tenerte cerca fuera eterno. Aunque ahora conozco la amenaza de los pies en la arena que se mueven con sigilo, que se meten en el alma, que enamoran y que se esfuman. Haciendo de la faena un maldito mareo. Un desdibujarlo todo como si fuera viento, el alma se va en un aliento.

La estocada entró a matar. Tu mirada entró a matar. A deshacer mi universo, a engancharme con tu mundo, con tus ojos, con tus pasos, con tu voz.

Arrastre lento el de estos años... Donde no pasa nada, sólo el tiempo.

Cortar oreja y rabo para tu gloria y valentía. Cortar sueños e ilusión es la cosa mía.

Entre la vida y la muerte se juega esto del amor. Yo te doy todo y a ti, te llevan en hombros. Así de cruel y absurdo fue la faena.

Así de necesaria y legendaria que me sigue dando escuela.

Pero, ni yo te alcanzo, ni tú me citas. Y yo me muero.

Entre el capote y yo.

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